En el año 1994, a los 24 años, comencé a notar una pérdida gradual auditiva causada por una enfermedad que se llama “otosclerosis”. Es una patología hereditaria que también padece mi mamá. Empecé a aislarme del entorno porque ya no podía participar de conversaciones, debatir, opinar. Mi vida se volvió solitaria, un mundo silencioso que yo desconocía.
Especialmente en la época en que estudiaba en la universidad, lo pasé muy mal. Fue duro, ya que no podía vincularme con mis compañeros, no escuchaba con claridad lo que decían los profesores. La disposición de los anfiteatros no ayudaba, los docentes daban clases de espalda y la cantidad de estudiantes generaba una enorme diversidad de sonidos.
Había gente muy solidaria, pero la mayoría de las situaciones a las que me enfrentaba era de incomprensión y discriminación. Todo estaba preparado para la uniformidad, la “normalidad”.
Sufrí íntima y socialmente
Recibí ayuda terapéutica porque no podía aceptar lo que me pasaba y usar audífonos no era suficiente. Por diversas situaciones, suspendí el cursado de mi carrera varias veces.
A los 39 años, decidí entrar al quirófano para colocarme el primer implante coclear y en 2011 terminé la carrera de abogacía. Tres años después, me implantaron el otro oído y, a partir de allí, pude escuchar, participar, opinar, comunicarme: regresar a un mundo de sonidos.
Facilitar el camino
Ahora que lo veo en perspectiva, lo que me pasó fue una especie de medicina que yo necesitaba para mi crecimiento personal. Una enorme montaña que atravesar, pero que a la vez fue una experiencia muy movilizadora. Apenas me recibí, quise desarrollarme en diferentes áreas, pero todas las situaciones me fueron llevando a especializarme en el derecho de las personas con discapacidad. Hay mucha gente velando y preocupándose por este tema. Y yo también quiero poner mi granito de arena.
Siempre quise un trabajo donde pudiera ser útil. Desde el cual pueda aportar en el avance de la lucha contra la discriminación, la independencia de las personas que tienen alguna limitación, batallar contra la discrecionalidad de las obras sociales a la hora de cubrir tratamientos, etcétera.
Trabajar para que una persona con discapacidad no sufra es una deuda que tengo, me toca una fibra íntima. Por eso he recorrido todos los espacios donde pensé que podía aportar algo. Cuando recibo a una persona con discapacidad que requiere mis servicios, no puedo verlo como un caso o un expediente. Siento empatía porque yo estuve en su lugar.
Todos tenemos una discapacidad, nadie es perfecto. Hoy me defino como abogada y una mujer con discapacidad. Mi misión es hacer menos duro el camino de las personas que tienen dificultades, no deseo que nadie sufra lo que yo sufrí.
Fuente: lavoz.com.ar, imagen ilustrativa de pixabay Publicado: 08 de mayo/2016
Sufrí íntima y socialmente
Recibí ayuda terapéutica porque no podía aceptar lo que me pasaba y usar audífonos no era suficiente. Por diversas situaciones, suspendí el cursado de mi carrera varias veces.
A los 39 años, decidí entrar al quirófano para colocarme el primer implante coclear y en 2011 terminé la carrera de abogacía. Tres años después, me implantaron el otro oído y, a partir de allí, pude escuchar, participar, opinar, comunicarme: regresar a un mundo de sonidos.
Facilitar el camino
Ahora que lo veo en perspectiva, lo que me pasó fue una especie de medicina que yo necesitaba para mi crecimiento personal. Una enorme montaña que atravesar, pero que a la vez fue una experiencia muy movilizadora. Apenas me recibí, quise desarrollarme en diferentes áreas, pero todas las situaciones me fueron llevando a especializarme en el derecho de las personas con discapacidad. Hay mucha gente velando y preocupándose por este tema. Y yo también quiero poner mi granito de arena.
Siempre quise un trabajo donde pudiera ser útil. Desde el cual pueda aportar en el avance de la lucha contra la discriminación, la independencia de las personas que tienen alguna limitación, batallar contra la discrecionalidad de las obras sociales a la hora de cubrir tratamientos, etcétera.
Trabajar para que una persona con discapacidad no sufra es una deuda que tengo, me toca una fibra íntima. Por eso he recorrido todos los espacios donde pensé que podía aportar algo. Cuando recibo a una persona con discapacidad que requiere mis servicios, no puedo verlo como un caso o un expediente. Siento empatía porque yo estuve en su lugar.
Todos tenemos una discapacidad, nadie es perfecto. Hoy me defino como abogada y una mujer con discapacidad. Mi misión es hacer menos duro el camino de las personas que tienen dificultades, no deseo que nadie sufra lo que yo sufrí.
Fuente: lavoz.com.ar, imagen ilustrativa de pixabay Publicado: 08 de mayo/2016